
Cuando uno considera la Historia del Sudeste Asiático, una de las primeras cosas de las que se da cuenta es que los chinos siempre estuvieron allí. A finales del siglo XIII el diplomático Zhou Daguan visitó el imperio khmer y dejó constancia de que “hay gente de China que se ha instalado aquí; se dedican al comercio mayormente.” Desgraciadamente no da más detalles sobre esa comunidad.
Según la tradición, Ayutthaya fue fundada en 1351. Ayutthaya nació como un emporio comercial en el que se codeaban comerciantes de un sinfín de nacionalidades, entre ellos chinos. Hay alguna evidencia de que en Ayutthaya desde sus inicios hubo artesanos, constructores de barcos e intérpretes chinos. Incluso una tradición dice que el fundador de Ayutthaya, el rey Uthong, era de origen chino, tal vez procedente de una familia comerciante.
Entre 1405 y 1433 el almirante Zheng He realizó varios viajes por el Océano Pacífico Occidental y el Océano Índico. En sus viajes se encontró con comunidades chinas ya establecidas. Los relatos sobre los viajes que nos han llegado (los de Ma Huan y Fei Xin especialmente) referencian la existencia de comunidades chinas ya establecidas y generalmente dedicadas al comercio, en Malaca, Java y Palembang.
Cuando Legazpi llegó a Filipinas, ya existía en Manila una importante comunidad china. Estos chinos eran artesanos y, sobre todo, comerciantes. Ya entonces se dedicaban a la importación de artículos de lujo (seda, porcelana…) de China y a la exportación de productos de Filipinas como la cera de abejas, el oro o productos del bosque. No pocos de esos chinos convivieron con mujeres filipinas y sus hijos mestizos fueron una ayuda para los españoles en la gestión de la colonia. Para 1600 se estima que había entre 20.000 y 30.000 chinos viviendo en Luzón.
El gran momento de la inmigración china en el Sudeste Asiático se produciría en el siglo XIX. Los chinos jugaron un papel muy importante en la introducción de la economía moderna en las colonias europeas en Asia. Los chinos tenían varias ventajas sobre los autóctonos: 1) Una férrea disposición al trabajo; 2) Estando alfabetizados, tenían acceso a los periódicos chinos que se editaban en la región, e incluso en algunos casos, a los occidentales; 3) Esa información se veía complementada por la presencia de otros chinos de la misma región que les mantenían informados sobre las condiciones económicas de las colonias. Por ejemplo, un chino en Batavia podía saber que en Java había escasez de copra y que ésta recibía buenos precios y le pasaba la información a un connacional que vivía en Filipinas, donde había un superávit de copra; 4) Los administradores coloniales preferían que los chinos prosperasen antes que los autóctonos. Un chino siempre estaría en precario y no era en su interés promover una rebelión contra el colonizador. Muchos chinos amasaron inmensas fortunas con el arbitraje descrito. Pero hay que mencionar que muchos otros chinos llevaron vidas míseras en las plantaciones o sirviendo como culies en los puertos. Para conocer más sobre el papel de este diáspora en los siglos XIX y XX es muy recomendable “Lords of the Rim” de Sterling Seagrave.
Toda esta presencia de la diáspora china en el Sudeste asiático ha quedado reflejada en la literatura.
El primer libro que leí sobre la diáspora china fue “Cartas de Tailandia” de Botan (nombre real Supa Sirisingh; es de origen chino). La novela cuenta la historia de Suang U, un emigrante chino que llega a Tailandia a finales de la década de los 40 del siglo XX. A fuerza de trabajo, ingenio y perseverancia, Suang U llega a convertirse en un próspero hombre de negocios en el Chinatown de Bangkok. Suang rechaza la cultura tailandesa, que considera floja, y se aferra con denuedo a sus valores chinos. Suan asistirá con desesperanza a cómo sus hijos se taicizan y dejan detrás su cultura de origen. El gran desastre vendrá cuando su hijo se case con una tailandesa.
También centrada en un personaje de la diáspora china e infinitamente más sombría es “Memories of the memories of the Black Rose Cat” de la tailandesa Veeraporn Nitiprapha, de la que hablé aquí en septiembre de 2022. La novela comienza con el bisabuelo Tong, que emigra de China a Tailandia a comienzos del siglo XX para hacerse cargo del negocio de un primo lejano que no tiene herederos. El bisabuelo a los 22 años se casa con la bisabuela Sa-ngiem que tenía 20 años y consideraba que había empezado a pasársele el arroz.
El sueño del bisabuelo Tong, como el de tantos otros emigrantes, será regresar a China, pero la Historia le pondrá palos en las ruedas: la invasión japonesa, la guerra civil, la fundación de la República Popular… La Historia de Tailandia no será más clemente con ellos: la invasión japonesa, el progrom antichino de 1945, la masacre de estudiantes de la universidad de Thammasat del 6 de octubre de 1976… Como en los Budenbrook o en la familia Buendía de “Cien años de soledad” la novela es el relato agónico de la decadencia de una estirpe.
“Extraños en el muelle” de Tash Aw, que comenté en diciembre de 2023. Es un libro de evocaciones. Comienza hablando de sus abuelos chinos que emigraron a Malasia y uno terminó convertido en tendero y el otro en maestro. Habla de las acogidas solidarias por parte de coterráneos que llegaron antes y crean unos vínculos cuasifamiliares tan fuertes que cuatro generaciones después los descendientes no sabrán cuáles de los tíos de su árbol genealógico son parientes biológicos y cuáles provienen de la red solidaria que acogió a sus abuelos. También aquí vemos la complicación de casarse, sobre todo cuando la sociedad piensa que a la mujer se le ha pasado el arroz. En esos y otros casos, el matrimonio no es una cuestión de amor, sino de ser práctico. Ser chino-malasio implica no admitir la debilidad ni la tristeza, no hablar de penas de amor, de depresión ni de dudas existenciales, no hablar del pasado e interesarse siempre por el futuro (Es Aw quien lo dice).
Aw pertenece a la tercera generación de la familia, esa generación que ha comenzado a desligarse de sus orígenes chinos y se siente a caballo entre los dos mundos. Sus visitas a China no le producen nostalgia, sino extrañeza. Los hijos de esta generación acabarán emigrando a Australia o a Canadá y la ruptura de los lazos con China ya será total.
El chino-indonesio-norteamericano (vivimos en un mundo donde un solo adjetivo cada vez sirve menos para definirte) Li-Young Lee en “Una semilla alada” ha realizado el mismo ejercicio de evocación. Al comienzo de la novela nos encontramos a su bisabuelo Yuan Shi-kai, el hombre que trató de restaurar el Imperio en China y fue su penúltimo emperador por unos pocos meses. Yuan Shi-kai era un hombre rico y feudal, que tenía nueve mujeres y construyó una mansión para cada una de ellas, todas en el mismo vallado. De esos tiempos lejanísimos Lee evoca el funeral de la bisabuela, que se levantó un viento fortísimo y se llevó todas las figurillas de papel que representaban a los servidores que irían al más allá para seguir sirviendo a la bisabuela. Lee no lo dice, pero me imagino a la bisabuela en el Más Allá desolada, teniendo que hacerse la cama cada mañana. También evoca al tío, cuyo nombre está olvidado, que quiso casarse con su sobrina de 13 años y como se le negó, renunció a su herencia y se retiró a Mongolia, donde vivió como un eremita, entregado a la escritura de poemas y canciones dedicados a esa sobrina con quien le vedaron el matrimonio. Y también está la historia de la criada nueva, a la que la abuela maltrataba y llamaba la “pequeña fea” porque tenía la cara marcada y que un día apareció colgada de la viga más alta y el comentario fue que porqué se habría tomado el trabajo de colgarse de tan arriba, cuando una viga más baja también habría servido.
La casa del bisabuelo y la vida tranquila en ella le parecían eternos a la madre. Creía que nunca cambiarían las cosas, pero cambiaron. El autor no lo dice, pero por las fechas supongo que fue la invasión japonesa la que forzó a la familia a emigrar. En su marcha, se detienen en el cementerio familiar a rendir homenaje a los antepasados que llevan décadas muertos. La madre nunca hubiera podido imaginarse que “dentro de unos años, un grupo de estudiantes revolucionarios [el episodio sin duda ocurrió durante la Revolución Cultural] atravesará casualmente las puertas de este lugar, desenterrará las tumbas y las desvalijará, arrastrando los cadáveres de su padre y su abuela para desnudarlos y atarlos desnudos a un árbol”.
Los recuerdos van surgiendo deshilvanados, pero cargados de emoción, como las semillas que su padre llevaba siempre en su bolsillo derecho. Cuando Li-young le preguntó por qué las llevaba, la única respuesta de su padre fue “Evocación” y esas semillas y esa respuesta darán el título a la novela. “Nunca le pregunté a mi padre en recuerdo de qué conservaba esas semillas. Sabía que no debía presionarlo cuando era niño. Ahora soy un hombre y él está muerto, y siento una vergüenza extraña de no saber qué fue de aquellas semillas. ¿Lo enterramos con ellas? (…) ¿Están floreciendo las campanillas en la colina de un cementerio en Pensilvania?…”
No puedo detenerme en todos sus episodios: la detención del padre por la policía militar del presidente Sukarno por las palabras que decía a unos hombres y mujeres a orillas del río Solo y que Li-Young no puede imaginarse cómo podían ser tan peligrosas; el sermón de su padre sobre la semilla, que pronunció en el sótano de la iglesia a la luz de las velas durante la tormenta de nieve de 1975; las rondas de los domingos por el valle, tras la comunión, para dar de comer a los miembros de la congregación que nunca salían de casa por enfermedad, locura o ancianidad; su transporte en la caderas de Lammi cuando era niño. “La conozco por su olor a fruta madura y algas.”… Así es la vida al final, un conjunto de recuerdos inconexos que de alguna manera encajan y que nos proporcionan un sentido de identidad. Cuando alguien nos pregunta quiénes somos, la única respuesta posible es “yo soy esos recuerdos”.
“La semilla alada” está publicada por Vaso Roto Ediciones.
Literatura